lunes, 2 de noviembre de 2009

BIENAVENTURADOS


El título de la presente reflexión no es latin, griego o arameo. Se trata de una memotecnia que ayuda a recordar las ocho Bienaventuranzas presentes en la intruducción del sermón del Monte: Pollo manham mili papé: pobres, lloran, mansos, hambrientos, misericordiosos, limpios, pacíficos y perseguidos. La bienaventuranza para el ser humano es el objetivo central del Reinado de Dios. El Evangelio habla de la bienaventuranza como la plenitud de la vida, la realización total del ser humano o la máxima expresión de la felicidad. Una persona que hace presente el Reino de Dios vive la bienavenruanza.

La bienaventuranza implica una vida placentera y satisfactoria para el ser humano, más no se equipara al placer y menos al placer egoísta y narcicista que conduce a la patología del bienestar y del goce como único sentido de la existencia. La bienaventuranza trae consigo el logro de metas personales o cumunitarias, más no equivale al llamo éxito indivudual que promociana y defiende la sociedad postmoderna. Menos cuando se equipara el éxito a la acumlación de capital por encima de interes humanos y cumunitarios, y a base de la explotación a mucha gente que sufre los estragos de ciertos hombres exitosos. Lo malo no es el éxito personal, el logro de las metas individuales, o la riqueza en sí. Lo que causa el caos es búsqueda insaciable del éxito personal y económico. El sacrificio de la dignidad de mucha gente, y de otras dimensiones humanas, cuando se maximiza la riqueza como meta última de la vida.

Hoy vivimos en la cultura de la maximización de la riqueza, del confort, de lo rápido, de lo fácil, de lo ligero (de lo Light). Lo que vale es estar bien, al menor precio y al menor esfuerzo. El hombre Light es incapaz de arriesgarse y de comprometerse a realizar un proyecto que valga la pena. El hombre Light vive desvinculado de Dios y de los demás seres humanos. El hombre Light es un hombre que busca el éxito personal por encima de todo y para su satisfacción personal. Y para esto se vale de todo, hasta de la fe.

El hombre Light convierte la fe en Jesús en una religión de mercado. Promociona la música de alabanza sin algún contenido profundo, las predicaciones sensibleras y las imágenes de Jesús, de María o de los santos con atribuciones mágico-religiosas. Explota al máximo el sentimiento de los “clientes”, les calienta el corazón y les reduce su capacidad de crítica. Es incapaz de vincularse a procesos que comprometan su vida y pongan en riesgo sus seguridades. El hombre Light es un ser débil e incapaz de enfrentar la vida tal como es, y de enfrentar su propia mediocridad humana. Lo quiere todo instantáneo. El mercado lo ha acostumbrado así: todo llega a la puerta de su casa y rápido. El café, la crema, los fríjoles o las lentejas, son instantáneas. Todo para él es instantáneo, hasta el amor.

En medio de toda esta danza de las máscaras que ocultan la pesadilla humana sustentada por un proyecto ególatra, el Evangelio de hoy nos presenta el anuncio de Jesús y su propuesta de salvación. Dice Mateo que Jesús subió al monte, se sentó y sus discípulos se le acercaron. El monte es un lugar teológico que significa el encuentro con Dios y la revelación de su proyecto de salvación, de su nueva Ley, como otrora se había revelado en el Sinaí por medio de Moisés. Jesús se sentó como lo hacían los maestros cuando enseñaban. Aquí se hace la diferenciación entre la gran muchedumbre que lo buscaba para que le hiciera algún milagro y los discípulos, que superan esa religiosidad rastrera y mendicante, se acercan y se sientan junto a él para escuchar su mensaje. Nosotros también podríamos quedarnos en el plano de la muchedumbre que va tras de Jesús en busca que de un milagro personal o acercarnos más a Él, escuchar atentamente su mensaje y convertirnos en sus discípulos.

Vamos a ver cada una de las ocho bienavenruanzas de una manera muy suscinta: Bienavenrados los pobres en el espíritu porque de ellos es el reino de los cielos. Esta no es una invitación a aceptar la miseria y el sufrimiento como valores máximos de la vida, ni a dejarnos engañar del cuento de que en la otra vida vamos a gozar si en ésta somos pobres. Y hay que tener mucho cuidado con la forma como las biblias traducen esta bienaventuranza. No son los que tienen un espíritu pobre, ni los pobres de espíritu, sino los pobres en el espíritu. Un pobre en el espíritu no es un hombre mediocre, sin ilusiones ni visión de la vida. El pobre en el espíritu no pone su felicidad en el tener, en poder o en el consumir. El pobre en el espíritu pone su felicidad en sí mismo y en su relación con Dios y con los hermanos. Descubre cada día la riqueza de la vida, lleva una vida en condiciones dignas y trabaja para que todos vivan dignamente. El pobre en el espíritu toma conciencia de su condición de creatura. Comprende que no es perfecto y que siempre necesitará de la ayuda de Dios y de la compañía de otros seres humanos con quienes se identificará. El pobre en el espíritu valora las personas no por su fama, poder o influencia, sino por lo que son: seres humanos. El pobre en el espíritu no es tanto el que no tiene sino el que no retiene (Card. Pieronio). En palabras de Carlos Vallez: el pobre en el espíritu deja a Dios ser Dios y acepta humildemente su condición de creatura, condición que comparte con todos los seres.

El paradigma del hombre feliz que se maneja en nuestro mundo es aquel que tiene poder, dinero, fama e influencia. Aquel que domina y puede incluso aplastar a los demás. Pero ese paradigma genera caos. Si todos aspiramos a ser ricos y a tener poder, nos convertimos en hienas unos para otros y nos destruimos. La copa de nuestra insignificancia nunca se llenará y aspiraremos cada vez a más poder, dinero, fama e influencia. Generaremos miseria a nuestgro paso e inficilicidad para nosotros mismos. Necesitamos cambiar de paradigmas y apostarle a otro más humano y realizador. Jesús cuestiona al hombre rico y a su mísera codicia que condena su existir (Lc 6,24; 12,13-21; 16,19-31) y propone pobreza en el espíritu que combate todo tipo de esclavitud, valora al ser humano como tal y comparte solidariamente con los pobres. Jesús es el modelo de pobreza en el espíritu; aquel que vivió totalmente libre de las cosas y de los demás. Aquel que fue sólo de Dios, y por eso se desbordó en amor y entrega generosa a los demás seres humanos.

Bienaventurados los que lloran porque serán consolados. Si no comprendemos el sentido de las bienaventuranzas, las rechazaremos o las aceptaremos de forma equivocada y conseguiremos un efecto contrario al que ellas buscan. ¿Por qué felices los que lloran? ¿No será que son más felices los que ríen?

Nuestra sociedad se ha especializado en ocultar el dolor personal y social más allá de lo necesario. Ésta sociedad se ha inventado toda una serie de eufemismos para enmarcarar los problemas que nos afectan. Los eufemismos son una negación de la realidad. Al aborto lo llaman legrado. A la muerte de indigentes le llaman limpieza social. ¿Por qué no dicen claramente que son asesinatos? En la guerra, cuando matan personas del otro bando dicen: dimos de baja a x número de enemigos, eliminados x número de facinerosos. En los regímenes que hay pena de muerte o en los sitios donde reinan ciertos grupos fuera de la ley y se producen muertes selectivas dicen sencillamente: ejecutado ¿Por qué no dicen que se acabó con la vida de un ser humano? Cuando un “ilustre dignatario” roba la plata de los ciudadanos y lo descubren, (en el caso de que lo descubran) dicen que cometió peculado. ¿Por qué no dicen que ese HP es un ladrón?

Ante los problemas casi siempre les echamos la culpa a los demás y no asumimos responsabilidades. “El matrimonio se acabó por culpa de la otra persona”, “la ciudad está vuelta nada por culpa de los delincuentes o de los políticos…” Muchas veces nos acomodamos a una vida mediocre e infeliz porque nos da miedo enfrentar los problemas personales, familiares o sociales.

Esta bienaventuranza invita primero a descarnar aquellas lepras personales, familiares y sociales, para que se pueda sentir el dolor, llorar y actuar frente a ellas. Lo peor es acostumbrarnos al mal y que éste, en cualquiera de sus manifestaciones, deje de despertarnos dolor, aflicción y llanto, porque indica que aquel que vive sumegido en el mal ha perdido sus esperanzas. Y cuando perdemos las esperanzas estamos perdidos. De ahí que en la entrada del infierno, según lo describe Dante en su Divina Comedia, hay un letrero que dice: “Aquí muere toda esperanza”. Cuando el ser humano deja morir toda esperanza sufre un infierno sin retorno.

Esta Bienaventuranza invita a romper con toda indiferencia. Por eso ante la realidad de miseria que viven muchos pobres, decía Leonardo Bof: “Quien no se indigne ante estos cuadros dramáticos, es enemigo de su propia humanidad”. Ante cualquier situación dolorosa vale la pena saber que alguien nos escucha y que si lloramos, seremos consolados. El llanto la exteriorización del dolor y la aflicción que se manifiesta. Llorar es reconocer la vulnerabilidad humana ante el poder del mal y la impotencia humana ante la realidad de las fuerzas malignas internas o externas. El que llora exterioriza todo su dolor, se libera de lo que aprieta su corazón y puede así ver la vida con nuevos ojos. El que llora espera ser consolado y acompañado por alguien. En nuestro caso como personas de fe, confiamos ser escuchados por Dios. Esta es la catarsis del creyente que exterioriza un sentimiento y mantiene viva la esperanza, porque esa situación no será eterna. Dios escuchará nuestro llanto y bajará a liberarnos como lo hizo con su pueblo esclavizado en Egipto (Ex 3,7-10). “En verdad les digo que llorarán y se lamentarán, mientras el mundo se alegrará. Ustedes estarán apenados, pero su tristeza se convertirá en alegría” (Jn 16,20) “Dichoso cuantos se entristecieron pues se regocijarán” (Tob 13,16). “Alégrense con Jerusalén y se feliciten por ella todos los que la aman. Siéntanse, ahora, muy contentos con ella todos los que por ella anduvieron con luto, porque tomarán leche hasta quedar satisfechos de su seno acogedor, y podrán saborear y gustar sus pechos abundantes” (Is 66,10-11).

Bienaventurados los apacibles (masos, pacientes) porque ellos heredarán la tierra. La felicidad no se da a pesar del mal sino en medio del mal. Ante la realidad del mal el ser humano toma varias posturas: se acostumbra, se resigna, se desespera o lo enfrenta con apacibilidad. La mansedumbre o apacibilidad no equivale a pasividad ni aceptación del mal. Es resistencia, reacción pacífica y con dominio de sí. El ser humano apacible enfrenta el mal con serenidad y no se desespera. Trabaja con fe y con esperanza y no se abandona en la ira. Comprende que la historia está en manos de Dios y aunque a veces se desvíe, como dice Pablo, al final todo terminará sometido a Cristo y Cristo a Dios. Jesús es el hombre manso y humilde de corazón de quien todos podemos recibir ayuda y reposo. (Mt 11,29).

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque serán saciados. El hambre es vacío; en este caso es un vacío interno que anhela ser llenado por la justicia. Está presente también en otros textos del Primer Testamento: Alegría sobre la sed de Dios (Sal 42). Mi alma tiene sed de Dios (Sal 63). Hambre y sed de oír la Palabra (Am 8,11-12). Aquí no sólo es hambre de una comida material o sed de agua sino que es un ansia profunda de algo o de alguien. Es un ardor vivo que produce una extrema necesidad.

La justicia es el fruto y la manifestación más patente del Reinado de Dios. Es el hilo conductor de todo el Antigio Testamento. Por eso es lo que siempre reclaman los profetas: justicia. “¿No saben cual es el ayuno que me agrada? Romper las cadenas injustas, desatar las amarras del yugo, dejar libres a los oprimidos y romper toda clase de yugo. Compartirás tu pan con el hambriento, los pobre sin techo entrarán en tu casa, vestirás al que veas desnudo y no volverás la espalda a tu hermano…” (Is 58,6ss). De ahí que Jesús haya dicho una frase que es una especie de síntesis de las Bienaventuranzas: “Busquen primero el Reino de Dios y su justicia, que lo demás vendrá por añadidura”. (Mt 6,33) (añadidura aquí significa como consecuencia de). La justicia es la vuluntad salvífica de Dios concretizada con la llegada del Reino. Quien vive en el Reino de Dios es un ser humano justo que la busca, como busca la sierva corrientes de agua viva (sal 42).

El seguidor de Jesús necesariamente debe tener su misca causa: El Reino de Dios y su justicia. El Reino le dio plenitud a la vida de Jesús y sentido a todas sus acciones. Él Comprendió que esa era su misión y dio su vida por ese proyecto con el cual fue consecuente con todos sus actos. El ser humano corre el riesgo de hacer muchas cosas y de terminar en nada. También nosotros como cristianos corremos el riesgo se hacer muchas cosas y hasta muchas cosas bonitas y sagradas, pero si no estamos centrados en el Reino, nuestra actividad se convertirá en un activismo vacío de sentido. Quien sólo hace cosas, va como un picaflor y no vive una existencia unificada terminará en una esquisofrenia vital y finalmente en una amarga frustración.

Bienaventurados los misericordiosos porque obtendrán misericordia. La misericordia atraviesa toda la historia de salvación. Es el atributo más más subrayado en el Nuevto Testamento (236 veces). “Bendito sea Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de la misericordia, Señor de toda consolación.” (2Cor 1,3-4). Es la actitud que más pide Dios al ser humano: “Quiero misericordia, no sacrificios” (Mt 12,7; Os 6,6; Lc 11,31). La misericordia es la capacidad de meterse en el interior de la otra persona no para juzgarla y condenarla sino para comprenderla, sentir su dolor y acompañarla en su propia sanación. La misericordia es la forma como ama Dios y por lo tanto también como ama Jesús. No es el amor de benevolencia y sentimiento sino que es el amor eficaz que busca la miseria del otro. Jesús fue el hombre misericordioso por excelencia. La compasión fue el móvil que lo hizo sanar, predicar, denunciar, proponer, luchar y hasta morir.

Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Los fariseos se empeñaban en buscar la limpieza en el estricto cumplimiento de la Ley y evitaban tener contacto con los pecadores y gentiles para no contaminarse. Tenían ritos de purificación, ayunos, diezmos, sacrificios, etc., que debían cumplir estrictamente para hacer parte de la comunidad de los puros, o sea de los fariseos. Jesús desenmascara la falsa pureza de los fariseos (Mt 23) e invita a una pureza de corazón, basada no tanto en leyes y ritos externos. Aquí el corazón no es tanto el músculo que irriga la sangre por todo el cuerpo sino el lugar desde donde brotan los sentimientos humanos, el centro de la vida afectivo-emocional y la conciencia misma. “Los ciudadanos del Reino deben tender realmente a la santidad interior, libres de pecado, en sinceridad profunda, en rectitud de intención, con toda sencillez”[1]. El puro de corazón ve a Dios en todas las personas sin excepción, descubre en ellas su dignidad y su grandeza, y las trata con respeto y amor. Ser limpio de corazón nos lleva a jugar limpio con todas las personas como se debe jugar limpio con Dios. El limpio de corazón renuncia a toda ambición que atente contra la vida de los demás y contra su propia vida. Trabaja para crear un mundo justo, solidario y feliz, en el cual vivan los hijos de Dios.


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[1] ECHEVERRI OLANO Arturo. Las Bienaventuranzas. Colección Iglesia, Centro Carismático Minuto de Dios, Bogotá 1988. 44

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