En busca de la medicina de Dios
Texto: Elvira Villasmil / Foto: Américo Torres
Una periodista de PANORAMA sirvió en el Hogar Clínica San Rafael de Maracaibo, donde acompañó a los pacientes y experimentó la solidaridad y capacidad de amar del voluntario.
Cuando conozco a la pequeña Génesis ella me conquista con su ingenua sonrisa. —¡Hola, chiquita, cómo estás? —la saludo mientras me acerco a su silla de ruedas sin más respuesta que su risa amplia y su mirada inquieta. A sus ocho años, Génesis aún no habla y tampoco puede caminar. Tomo sus manos pequeñas y juguetonas, le hablo con simpatía, pero mis palabras no llegan a sus oídos. Nació con los tendones de sus piernas encogidos, además de mudez y sordera. Yo, Elvira Villasmil, una periodista del Diario PANORAMA que deja a un lado sus labores en la Redacción para servir a los pacientes del Hogar Clínica San Rafael (Hcsr), estoy con Génesis en el pasillo central de la institución. Está a mi lado, junto con su mamá, Marta, y su abuela, Estela. Vienen desde Mene Grande, localidad del municipio Baralt a dos horas de Maracaibo, en busca de la medicina que le permita levantarse de esta silla, la cura que le ayude a decir “mamá” y el remedio que abra sus oídos. Ella es una de las tantas niñas y niños que, durante dos semanas, he visto llegar con algún padecimiento a cuestas a este centro asistencial, en la avenida 3F de Maracaibo, pero que, a pesar del sufrimiento físico, sonríe con esperanza. Para servir como voluntaria escogí a esta institución bandera en la atención ortopédica en el occidente de Venezuela, fundada en 1954 y dirigida por la Orden Hospitalaria San Juan de Dios. Los médicos del Hcsr atienden más de 39 mil consultas anuales, más de cuatro mil cada mes en distintas especialidades. Las áreas donde se registran mayor demanda son las de columna, cadera, rodilla, pie y rehabilitación. Cada día me levanto con los primeros rayos del sol para venir aquí y desarrollar mi trabajo, que comienza a las 7:30 de la mañana y finaliza a las 12:00 del mediodía. Los dolores y desafíos que enfrentan los 20 niños, aproximadamente, con los que tengo contacto a diario despiertan mi compasión, mueven mi espíritu y me motivan a darles lo mejor de mí. Confiadas en la mística y el profesionalismo de los médicos que proyecta el hogar desde su creación, Marta y Estela están aquí con Génesis. —No te imaginas cómo anhelo ver caminar a mi hija. Quiero que crezca como una niña normal y feliz —me dice Marta, con una orden médica entre sus manos—. Le van a realizar una operación de alargamiento de tendones para que pueda caminar. Génesis intenta decir algo, pero no logra articular ninguna palabra. —¿Cómo se comunican con ella? —le pregunto—. —Hablamos con mímicas. Ella nos hace todo tipo de señales y ya las conocemos. Puedo entender cuándo tiene hambre, sed o si siente un dolor. Ella es mucho más lista de lo que creemos y siempre me sorprende. La historia de Génesis me conmueve el corazón. No puedo evitar el sentimiento de tristeza cuando miro a estas madres, cuando las escucho y, con las lágrimas al borde de los ojos, me comparten sus penas. Marta, una joven de 28 años con educación básica, y Estela, de 55 años, se ganan la vida con un puesto de empanadas en su casa. El transporte ida y vuelta desde Mene Grande hasta Maracaibo; exámenes, alimentación en Maracaibo, entre otros gastos las mantienen ocupadas en la cocina. Comprendo lo difícil que es la vida diaria para estas mujeres entregadas por completo al cuidado de Génesis. Entre las dos y, con sumo amor, la alimentan, la cargan para acostarla en su cama, la bañan y la visten. Me pregunto cómo puedo ayudarlas, pero no hallo respuestas hasta que, guiada por mis convicciones personales y mi fe en Dios, trato de inspirarles confianza. —Dios es muy grande, señora Estela. La fe mueve montañas. Sé que estar en el Hcsr representa estar en buenas manos. El departamento de trabajo social de la institución, después de un estudio socioeconómico, podría exonerar total o parcialmente los gastos médicos en casos como el de Génesis. Pero la atención, en otros casos, va más allá. Las trabajadoras sociales acompañan a las familias en condiciones críticas para atenderlas no sólo en lo económico, sino en lo médico y en lo psicológico. En el 2009, la institución reportó un gasto total de Bs. F. 2.730.474. De este monto, los pacientes aportaron Bs. F. 313.287, el resto (Bs. F. 2.417.186) fue exonerado. —¡Y, a veces, dicen que aquí no ayudamos! —exclama Mirtha, trabajadora social, con 12 años de antigüedad—. Pero son sólo pocos pacientes. La mayoría sabe que brindamos atención de calidad para todos sin distingo de raza, credo o sexo. En mi labor constato esa honestidad y la mística del personal médico, que acoge al enfermo con cariño para aliviar sus dolencias. No obstante, a veces, observo discordancias con la filosofía hospitalaria de la institución: niños, que llegan al amanecer, esperan por horas a algunos médicos impuntuales. Y, en una u otra área, una secretaria o una enfermera me atiende con un gesto de hastío. A pesar de esto, dentro del hogar clínica prevalece el espíritu de servicio y el trato amable. Acercarme a cada persona con un corazón cálido es el eje de mi función como voluntaria y el principio fundamental de la obra benéfica de San Juan de Dios, patrono de los enfermos y figura a seguir en el hospital. Aquí aprendo algo nuevo todos los días. Saraí, una voluntaria de 67 años, con quien comparto cada martes y jueves, me enseña la delicada tarea de calentar y sacar las compresas para una terapia de rehabilitación. Las compresas hierven y, con sumo cuidado, para evitar quemarme, extraigo cada pedazo de tela con ayuda de una tijera de un tanque especial cuya temperatura alcanza los 80º grados. Cada compresa, la coloco sobre una toalla, la doblo y se la entrego a las terapistas. En el tiempo que nos conocemos, Saraí me demuestra compresión, respeto y capacidad de trabajo, cualidades que evalúan en cada voluntaria. Los sentimientos de amor y de compasión de los que ella me habla con admiración los experimento con Ana y su hijo Gilbert, un niño de 10 años de rostro afable y estudiante del sexto grado de primaria. Los conozco en la sala de hospitalización, una zona restringida donde sólo ingresan cada paciente junto con un representante, el personal médico y el voluntariado, conformado por mujeres que acompañan a los pacientes en sus largas horas de ocio y soledad. A esta área, ubicada en el primer piso, llego con el cabello cuidadosamente recogido. Uso zapatillas deportivas silenciosas y llevo conmigo, por norma del hospital, gel antibacterial, para protegerme de posibles infecciones y enfermedades. Ana, de 40 años, está visiblemente cansada, luego de siete horas de viaje por tierra desde Maracay hasta Maracaibo. Llegó a la capital zuliana junto con su hijo para que los médicos corrijan un defecto en los pies de Gilbert. Me siento cerca de Ana, y junto a la cama de Gilbert, y los acompaño por dos horas mientras esperamos que un enfermero venga por el niño para llevarlo al quirófano. Quiero infundirles calma y brindarles hospitalidad. Les ofrezco mi apoyo y compañía en esta circunstancia difícil. —Aquí tienes una mano amiga, Ana. Cuenta conmigo y confía en que todo saldrá bien. Después de ésto, verás a tu hijo dando carreras con sus pies sanos. A Gilbert le diagnosticaron pie equinovaro. Se trata de un defecto de nacimiento en el que el pie se encuentra torcido o invertido y hacia abajo. Las personas afectadas con esta deformación aparentan caminar apoyados en sus tobillos. Es un defecto común de nacimiento, y ocurre en, aproximadamente, uno de cada 1.000 nacimientos. Cerca del 50% de los casos de pie equinovaro es bilateral, es decir, sucede en ambos pies, como le ocurre a Gilbert. —Lo de él es el fútbol —me dice Ana—. Pero con los pies así no puede jugar. A veces, corre y se cae o se cansa fácilmente. —¿Y por qué no lo había operado antes, allá en Maracay? —le pregunto extrañada. —¡Mujer! Desde hace ocho años estoy luchando porque operen a mi muchacho, pero nunca se ha podido. Metía papeles aquí y allá en los departamentos de ayuda social a ver si me ayudaban a pagar el presupuesto de 24 mil bolívares fuertes, pero la respuesta en todos lados era: “Tiene que esperar”. Puras falsas promesas. Ana recuerda conmigo sus días de desesperación buscando una cura para Gilbert. En otras ocasiones, su hijo era sometido a rigurosos exámenes, pero luego no había camas en los hospitales, entonces éstos vencían y tenía que empezar de nuevo. “Hace poco, conocí a un paramédico maracucho en Morón, estado Carabobo. Me ayudó a gestionar el ingreso en este hospital y aquí estamos. Todo el trabajo y la espera de ocho años, aquí sólo fue cuestión de dos meses y sólo tuvimos que pagar 750 bolívares fuertes”, me relata. Ana me conmueve y me pregunto a mí misma por qué casos como el de Gilbert, un niño risueño que quiere ser un futbolista y emular a las estrellas del balompié como Cristiano Ronaldo y Lionel Messi, son engavetados y olvidados en los departamentos de asistencia social de Venezuela. Gilbert se sonríe conmigo y, algo tímido, sólo dice pocas palabras. Me cuenta que está nervioso por la operación a la que se someterá en breve. Todos sus miedos se disipan cuando se imagina caminando derecho como lo hacen sus amigos, corriendo por el campo de fútbol y pateando el balón con fuerza. Llega el esperado momento de ir al pabellón, Ana debe estar con él hasta que la anestesia haga efecto. Yo les doy ánimo a los dos y choco la palma de mi mano con la de Gilbert infundiéndole optimismo. —Mucha suerte, amiguito. Nos veremos el lunes —le prometo. Padres e hijos, provenientes de todo el Zulia y del occidente del país, llegan a la institución en busca de la sanación a través de la asistencia médica, quirúrgica o de rehabilitación. Aquí, en 2009, se registraron 1.010 operaciones en distintas especialidades. De éstas, 143 corresponden a intervenciones quirúrgicas para pacientes con algún defecto en los pies. Cada operación realizada y cada niño que se marcha con una sonrisa representa un milagro. Los recursos son pocos. La crisis ha hecho mermar las donaciones públicas y privadas. Y lo recibido no alcanza para cubrir el presupuesto anual. Por eso el Hcsr recurre a otras formas para incrementar sus ingresos como las rifas populares y la autogestión (desde 1981), que se traduce en el pago de los servicios. Nosotras, las voluntarias, no aliviamos las dolencias físicas de los pacientes. Pero, en un acto de amor solidario y de altruismo, ayudamos a sobrellevar las penas del alma escuchando sus historias. Fiel a esas premisas, acompaño a María, una niña de un mes nacida, y a su agobiada madre, Ángela, en la sala de medicina física y de rehabilitación. María tiene síndrome de Down. Desde los primeros días de nacida, su mamá la trae tres veces a la semana, donde tiene cita con Sara, la terapista. Mientras esperamos que inicie los ejercicios, Ángela me confía que ya ha asimilado la condición de su hija. Después del parto se ahogaba en llanto buscando explicaciones o razones de por qué su hija había nacido con esta alteración genética, causada por la presencia de una copia extra del cromosoma 21 que produce discapacidad intelectual. ¿Qué consuelo puedo brindarle yo a esta madre enfrentada a una situación irreversible? Ella sólo puede aprender a amar a su hija tal cual es y ayudarla durante todo su desarrollo para lograr cierta independencia. Todo sería más fácil si una operación significara la solución, como en el caso de Gilbert y sus pies equinovaro. Pero no existe cura para el síndrome de Down. Tampoco es posible prevenirlo. Los científicos aún no saben por qué un bebé nace teniendo tres copias del cromosoma 21, lo que también se conoce como “trisomía 21”. Éste es uno de los errores genéticos de nacimiento más comunes. Según la Asociación Venezolana para el síndrome de Down (Avesid), aproximadamente, uno de cada 800 o 1.000 bebés nace con este trastorno. —Ángela, ahora los niños especiales pueden desarrollarse exitosamente con la ayuda de sus padres y los médicos —le digo buscando en mi mente ejemplos de vida que puedan consolarla—. Sabes, hay niños muy talentosos, como Pablo Pimentel, un nadador excepcional que ha participado hasta en mundiales de natación. —Sí, lo sé. He conocido padres con hijos maravillosos. Por eso ya no lloro, Elvira. Yo busqué ayuda y me informé de cómo tratar a mi niña. Estos bebés necesitan terapias de estimulación temprana para lograr que tengan una experiencia de vida más positiva —me cuenta mientras ejercita a María: mueve los dedos de sus pies, dobla un pie, después el otro. Separa sus piernas, las dobla, luego las extiende y las baja. Yo puedo ver la esperanza en los ojos de Ángela: “Lamentablemente, muchos padres no tienen ese información y los niños crecen con muchas deficiencias y no logran desarrollar sus talentos y capacidades intelectuales. Sé que mi hija puede llegar a ser muy inteligente”. Al observar a un bebé recién nacido, ningún experto puede conocer que tan inteligente, exitoso o independiente vaya a ser en el futuro, pero esta madre me demuestra que en medio de la adversidad hay que seguir luchando. Ella sabe que estar informada es clave para el porvenir de su pequeña, pues, aunque la instrucción de muchos de los niños con Down es lenta, éstos pueden aprender a leer, a escribir, a sumar y a restar satisfactoriamente. No me olvido de Ana y Gilbert y voy a visitarlos antes de que dejen el hospital. Me reciben contentos por el éxito de la operación. Gilbert, con cada pierna enyesada desde el pie hasta la pantorrilla, le da gracias a Dios porque ya pronto estará en casa y, dentro de un mes, podrá empezar a caminar de nuevo con los pies derechos. Tomo asiento y Ana y yo conversamos sobre la ilusión de un futuro más feliz para su hijo. Gilbert nos interrumpe cuando quiere ir al baño. —Ay, hijo, ¿cómo hago para cargarte? Ana lo levanta por los brazos y yo lo sostengo por sus piernas enyesadas. Juntas lo llevamos hasta el baño, cerramos la puerta y luego él nos llama para regresarlo a la cama. Entre las dos, lo cargamos otra vez. Él se queja por un poco de dolor, pero no contiene la risa ante nuestro esfuerzo cuando sentimos su peso y lo alzamos hasta lograr acostarlo. Después de unas horas, Ana y Gilbert se despiden y me agradecen la compañía con un beso en la mejilla y un Dios te bendiga. Se van y les deseo suerte. Con la ternura de Ana y Gilbert experimento la alegría de recibir un agradecimiento sincero y de corazón. Éste es el sentimiento que otras voluntarias, como Vicky, han compartido conmigo en estos días. Vicky tiene 78 años y dona su tiempo libre en el hogar desde hace 10 años. —Para mí, el voluntariado es una terapia física y espiritual. No gano dinero, pero gano mucho más: satisfacciones que llenan mi alma de alegría —me cuenta, sientiéndose útil y regalando cariño y sonrisas por doquier—. ¡Hay tanta gente que necesita ayuda, hija! Esa necesidad de asistencia se hace evidente cuando yo observo a las decenas de padres desorientados que vienen con sus hijos al área de triaje, donde abrimos las historias médicas de quienes llegan por primera vez. María Eugenia, también voluntaria, de unos 50 años, es quien me explica cómo abrir las historias médicas. En una carpeta blanca, yo apunto primero el número de expediente que corresponde, luego los apellidos y, seguidamente, los nombres. Ella me observa y me da instrucciones con una amabilidad admirable. —Estas personas vienen con tantos problemas, que merecen ser tratadas con respeto y con cariño. Debemos brindarles una sonrisa y orientarlos en todo lo que sea posible. Si no sabemos algo, preguntamos y los ayudamos. Algunas de las madres que atiendo habitan en las zonas más marginadas de Maracaibo. Unas viven en invasiones bajo techos de lata y cartón. En otros casos, llegan a esta institución sin dinero suficiente para pagar los 40 bolívares que cuesta la primera consulta. Me toca tragar grueso cuando veo la pobreza en sus rostros. Afortunadamente, unos cuantos bolívares sirven para remediar esta pena. Por eso las voluntarias estamos atentas a los casos críticos para dar una mano con amor. Una mañana, Belén, una joven madre de 23 años, está sentada a la espera de ser llamada a consulta, junto con su hija de 11 meses. Andrea, la niña, tiene queloides en forma de líneas alargadas que serpentean su cuerpecito. Son vestigios de quemaduras en las piernas y manos mal curadas en un centro asistencial. Ésto le generó un encogimiento de los tendones de los dedos de las manos y de los pies. “Un día, la niña estaba gateando en la cocina, detrás de mi mamá. A ella se le cayó una olla de agua hirviendo que salpicó y corrió por el piso quemándole el cuerpo”, me relata con su bebé en brazos. —Lo importante es que estás aquí, Belén, velando por el bienestar de tu hija —atino a decirle antes de que pase a consulta—. Tu cariño y los cuidados médicos serán la medicina para tu bebé. Las historias con las que me consigo en cada área del hospital son disímiles. Unos aquejados por falta de dinero y otros por padecimientos que los atan a una silla o a una cama. Sin embargo, más allá del dolor y la necesidad económica, carecen de afecto. Siento que la mejor contribución que yo puedo hacer aquí es regalar una palabra de aliento y un abrazo afectuoso. Porque para ayudar al Hcsr se necesitan miles de bolívares fuertes, pero también miles de corazones generosos dispuestos a dar amor al prójimo. Termino mi labor de voluntaria segura de que ésta es una obra Divina a través del arcángel Rafael, el epónimo de este centro asistencial, cuyo nombre significa medicina de Dios. Antes de irme, observo la fachada y siento que es él quien, con sus alas desplegadas, como en señal de bienvenida y abrigo, recibe con bondad a todos los que llegan a este hogar, yo incluida. ¡Gracias, arcángel Rafael!
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