Por LUIS ARTIGUE
El árbol se secó y murió pero como sucede en las parábolas, y
certificando de ese modo que el universo tiene una lógica muy hermosa,
alguien lo resucitó.
De
hecho cuenta la leyenda que un ciudadano con sed de sentido, un hombre
con cuerpo de gladiador y que lleva en los labios la divisa de la
alegría, se enamoró de un árbol y el árbol le correspondió.
Cuentan que dicho individuo adicto a las imágenes que en realidad son
metáforas de alta resolución abrazaba el tronco de ese árbol desnudo, y
de cada abrazo, de cada entrega, surgía una compleja obra de arte hecha
en madera que bien parecía una exaltación de la elocuencia
significativa; una alegoría visual destinada a paladares exquisitos de
parte de un hombre que en verdad era un amigo de los pormenores.
Dicen que ese artista, porque aderezó su alma con el aditamento de la
pasión, miraba el tronco del árbol casi hasta convertirse en semilla y
al regresar a sí observaba sus manos vacías, sus manos dulces de tanto
amasar la forma, y se disponía luego a esculpir el tronco de ese árbol, a
renacerlo, a revivirlo, enseñando así a sus contemporáneos que hay y
siempre habrá una misteriosa amplitud en el arte.
Ese hombre perseveró en su amor por la madera, prosiguió abrazándola,
tocándola con sus manos mesiánicas que dan vida a la vida y esplendor
nuevo a la materia. Y, sin solemnidad, forjó toda una galería de iconos,
de esculturas, de magnética belleza en las cuales hay talento, poderío
visual, pero, muy de fondo, se detecta también la vibración y el sentido
del paisaje natural (que nada de lo urbano, de lo supuestamente
moderno, nos haga perder el sentido del paisaje, parece decirnos ahora
la historia de amor entre el árbol y el escultor).
Cuentan que en cada escultura de ese hombre se vislumbra una figura
masculina que es él mismo; cuentan que quiere así hacerse él escultura,
hacerse árbol, que quiere ahondar en el complejo universo del yo, y sabe
que eso es algo que sólo el amor y el arte pueden lograr de verdad.
Igualmente cuentan que aún sigue ese hombre mirando a un árbol, que el
árbol a su vez le mira a él y ambos saben que portan en el corazón, el
tronco, algo valioso que le pertenece al otro.
Lo mismo que de un sueño definitorio sólo nos queda una forma singular
de despertarnos, de esa leyenda, igual que de cualquier otra, sólo nos
queda el eco, el abrazo, la escultura.
En efecto hay historias de amor que son un solo momento y más de mil
maneras de habitarlo, y eso es una escultura de Amancio González. Acaba
de inaugurar hace dos días su última exposición en la Galería Ármaga.
Vivamos.
Diario de León. Sección ‘El Aullido’.
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